martes, 18 de marzo de 2014

Bitácora de un sueño (XI)

Lunes, 1 de noviembre de 2010 (continuación)

—XI—

Tengo ante mí, y en la retina de mi memoria, además de las imágenes grabadas en este equipo, el pequeño catálogo de su exposición. Y acabo de leerlo. Es alucinante, desde que lo traje a casa el día de la inauguración, no me había molestado en leerlo, sólo había hojeado sus imágenes.
Creo que es capital para escribir el poemario que lo reproduzca, y así tenerlo a mano cuando esté trabajando. Todo cuanto he escrito hasta ahora me ha nacido sin la influencia (al menos directas) de sus palabras… Habrá que seguir creyendo en la sintonía que nos une, como buenos hermanos que somos, y habrá que seguir creyendo que la inspiración, entre otras cosas tiene un componente de pensamiento inmaterial, de ondas especiales que algunos hombres tenemos la dicha de capturar de un modo que aún es desconocido. Así escribe mi hermano:
Seis años han pasado desde la última vez que mostré mi pintura públicamente en Segovia.

Yo mismo, al mirar atrás y observar mi trayectoria, me sorprendo de los cambios que aparentemente saltan a la vista. Seis años de evolución lenta y continua, de exploración sin autolimitaciones, sin sentirme influenciado en exceso por terceras personas, de gran libertad en definitiva, para que la obra fluyera con naturalidad y para que a su debido tiempo, que es éste, se hiciera un alto en el camino y se observara lo ocurrido.
En estas líneas contaré mis impresiones y os hablaré algo de mis motivaciones, en un lenguaje que espero no sea críptico, tedioso o de especialista en el ámbito de la teoría del arte. Me interesa ser entendido y no convertir la interpretación del lenguaje artístico en una disciplina autocontemplativa.
Varias líneas de fuerza cimientan la progresión o cambio aparecido: una mayor preocupación y dedicación a la contemplación del entorno y una presencia importante del ser humano como protagonista de la pintura. Siempre han existido esas dos vertientes en mi obra, pero más camufladas, ocultas por otras realidades más evidentes.
Cuando digo que me ha interesado más el entorno, he procurado salir de un cierto ensimismamiento en el que es fácil caer cuando uno pinta. Uno mismo se vuelca en su interior y repite sin cesar fórmulas que pierden un poco de sentido en la misma repetición. Una mirada a otras realidades puede enriquecer y hacer que progrese la tuya propia. Esas otras realidades pueden estar en un texto, en la historia, en la arqueología…
El otro pilar que fundamenta la nueva obra es el hombre. Hablando en puridad tampoco es nuevo, pues aparece de forma constante en muchas etapas previas. Lo que sí es nuevo es el enfoque: aparece el individuo, la personalidad única que requiere un tratamiento único.
Tampoco son retratos per se en los que se intente reflejar la fisonomía del que se pone delante de mí. A través de él y transformándose de manera que ni yo mismo a veces entiendo, va apareciendo un ser nuevo, atemporal, que posee algo del individuo que ha sido punto de partida. Se establece una danza extraña entre el individuo único de aquí y de ahora y el arquetipo fuera del tiempo que posiblemente todos llevamos dentro.
Entre este pilar de lo humano y el otro, que era el de estar abierto a lo que nos rodea, ha aparecido una tercera realidad que me interesa sobremanera: de forma curiosa me intriga la presencia de Dios entre nosotros.
He leído textos bíblicos y tengo interés en reflejar pictóricamente lo que transmiten. Creo que es un pozo inagotable y yo, si vale la expresión, os he de decir que me divierto extraordinariamente desentrañando los textos, reinterpretándolos y aportando mi visión personal sobre el tema.
Cuando esto ocurre ya no hay problema de estilo, deudas con el pasado, coherencias personales que seguir a rajatabla, simplemente se hace lo que se tiene que hacer. Si el cuadro necesita una mancha abstracta, se pone; y si hay que construir volumétricamente un elemento de la realidad, éste se coloca. El sentido y la coherencia van viniendo a ti como por arte de magia. Y la dualidad abstracción—figuración empieza a carecer de sentido como algo irreconciliable.

Este el camino en que me encuentro. He querido hablaros de él yo mismo pues, al hacerlo, también me comprendo un poco mejor.
Mariano Carabias. Segovia. Julio 2010.[1]
Es sorprendente, repito.
Decía que tengo entre las manos reproducciones de sus cuadros y me llama la atención que, en la mayoría, la sonrisa (salvo el mío y alguno más de la primera época de sus retratos) es un elemento clave que, sin embargo, casi nunca se descubre al primer vistazo. Es como el aire que respiramos, que parece no existir, aunque sin él seríamos cadáveres y todo sería inútil. O como la luz en la que no caemos en la cuenta, salvo durante la noche cuando la pesadilla nos atosiga. Así la sonrisa en estos retratos siempre se descubre, aunque necesita de una atención especial por nuestra parte.
Supongo que como con cualquier obra de arte, no vale una mirada superficial. No me refiero a una mirada veloz o lenta (aunque habitualmente una mirada rápida sea superficial), sino a una mirada honda o ligera. No es la sonrisa de estos retratos una risa franca de labios curvos o anuncio de dentífrico. Se trata de la sonrisa renacentista, incluso gótica que empezaron a modelar los grandes artistas de las épocas citadas. Se trata de una sonrisa que se aprecia mejor en la mirada que en los labios, como el discurrir lento y continuo de la corriente de agua en los pequeños regatos se deslizan vigilados o arropados por hileras de chopos u otros árboles.
En muchos casos descubro una sonrisa cargada de ironía, como de seres que saben que todo es perfectamente relativo y conviene marcar cierta distancia con las cosas, incluso con los acontecimientos más duros o dramáticos, sin por ello tomarlos a la ligera.
Se podría decir que la sonrisa en la pintura de Mariano es la luz de la mirada, la que otorga vida a esos rostros, relajados en la mayoría de los casos.
Ésta es otra característica casi común a todos los retratos que descubro en su contemplación. Sus rostros, más que a personas serias o preocupadas, muestran a personas relajadas, tranquilas, en apariencia perfectamente conformes con su situación personal y vital. Una relajación que también demuestra y transmite serenidad, acaso equilibrio.
Cuando Mariano se decidió a retratar personas, ya había empezado a pintar rostros. Él mismo en su prólogo hace referencia a ello. Pero no es lo mismo, evidentemente. Nunca es igual un rostro real, de carne y hueso que uno imaginado…, como bien sé por experiencia.
Recuerdo ahora cómo una característica inventada para Iago, uno de los personajes de Aquel sábado lluvioso, me condujo a una persona de carne y hueso. Dije de él muy al principio de la novela que hablaba con una voz como de lija. De inmediato ante mí apareció ese rostro conocido y real que se corresponde con alguien que habla con ese tipo de voz poco agradable que rasca los oídos, preludio de una tos que nunca llega a producirse. Al poner cara a ese discípulo fue todo mucho más sencillo y sin duda es uno de los apóstoles más creíbles del cuadro de los doce, incluido Judas.
Los rostros reales tienen una vida que a los inventados es difícil de dotar. Los grandes pintores de la historia (me refiero a los realistas), por mucho que el asunto de su cuadro fuera imaginario o histórico utilizaban modelos para los personajes, al menos para los principales. Y cuantos menos personajes ocupan el cuadro, más necesario es el modelo. En ocasiones, quizá, desfiguren el aspecto o camuflen algún detalle, pero ahí estará la persona real, palpitando sobre el lienzo, la madera, el papel, en fin, la superficie sobre la que descansará la obra, quizá logrando su rostro una posteridad imposible de otro modo.
Cada rostro es una suma casi irrepetible de múltiples detalles. Creo que será mejor que me cite en este punto, para no tardar mucho. Acabo de escribir en mi última novela, Identidad, lo siguiente a este respecto:
“(…) Probablemente, y a pesar de lo complicado de la cuestión, por una simple aplicación de una fórmula estadística relacionada con las variaciones, combinaciones y permutaciones que afectan a color de piel, distancia entre los ojos, tamaño y forma de estos, color y abundancia del cabello, dimensión nasal (longitudinal y trasversal), así como su distancia hasta las cejas y hasta el labio superior, anchura y forma de los labios, forma y tamaño del mentón, morfología del conjunto del rostro, etcétera, etcétera,(…)”
Sin embargo, la expresión me parece lo más difícil de todo. Yo diría que es un milagro, porque es algo así como cazar el alma al vuelo y dejarlo, para siempre, impreso. Y, obviamente, no conozco a todos los retratados, pero si tengo que juzgar por los que conozco, que son la mayoría, juraría que en todos nosotros ha capturado esa expresión más predominante, esa forma de mirar y de situar cada músculo de la cara que nos dota de personalidad propia, incluso el ángulo del cuello según el cual miramos al frente.
Por el contrario, si el dibujo de rostros y el retrato ha sido una novedad en el conjunto de su devenir artístico, como él mismo reconoce, el dominio del color ha estado siempre en él, como está el brillo en la esencia de ser sol. No es que dibuje mal, ni mucho menos, sino que el color es su hábitat natural como pintor.
Y esto que parece una perogrullada, pues todo el mundo supone que el pintor lo es entre otras cosas porque domina el color, no es algo que se pueda afirmar de un modo excesivamente tajante. En el caso de Mariano diría que es su principal virtud, ese modo que tiene de otorgar volumen, perspectiva, línea con la aplicación del color. El carboncillo o el lapicero son usados, pero más bien casi como una excusa, como quien establece unas mínimas referencias para no perderse.
Cuando Mª José visitó la exposición, su compañera F., también pintora, le preguntó a Mariano si se ponía a pintar de inmediato o hacía muchos bocetos. La respuesta me hizo sonreír, pues en esto nos parecemos también. Dijo que no hacía excesivos bocetos, que se ponía a pintar, y además directamente. Y dijo más, dijo algo que me interesó muchísimo, que no le importaba corregir sobre lo ya pintado y modificar todo lo que había hecho, pero dejando como sustrato el primer intento baldío o supuestamente fallido.
Algo así como mi escritura.
Eso que más arriba hablaba de la brújula y el mapa, eso que otros dicen de esquemas antes de ponerse a escribir.
No, yo no puedo, tengo que escribir, aunque luego corrija y corrija sobre lo inicialmente escrito. No tengo paciencia, simplemente es eso.
De hecho esto que estoy haciendo ahora es la puesta por escrito de unos pensamientos que ya me están empujando a concretar las palabras de los futuros poemas. Y si no he dado el paso ya es porque me sujeto, porque sé que todo lo que ahora escriba, todo lo que he escrito hasta ahora, puede atesorar algún poema que de otro modo no se me habría ocurrido. El texto, como el cuadro, siempre es cuadro aunque al final sólo haya un documento, o sólo haya un lienzo. Será imposible para quien lea, dónde están las palabras que primero nacieron, y en que renglón se ubican las últimas, las definitivas, las que sustituyeron a las primeras escritas. Sin embargo, con un equipo de rayos X se podrían visualizar las capas o sustratos sobre los que descansa la obra que vemos…
Y de algún modo esto es un maravilloso descubrimiento, porque al igual que nuestra cara es el resultado del transcurso del tiempo, y dentro de la nuestra efigie de hoy, anida aún el rostro del niño que fuimos (en determinadas ocasiones yo mismo me he reconocido en gestos que vienen desde mi infancia), así, en el retrato que el espectador contempla, también algo se refleja o algo queda del primer rostro pintado, que, sin embargo, por razones desconocidas no aflora, aunque subyazga.
Pero hablaba del color y me he vuelto desviar… Y más que el color, Mariano ha convertido su mirada en ‘cazaluces’. De siempre, como digo, el color ha sido el hábitat en el que más cómodamente se movía, pero de un tiempo a esta parte (¿Estos seis años a los que se refiere, quizá algo más?) ha alcanzado la grandeza de retratar la luz. Y eso me parece especialmente logrado en algunos de estos retratos como Resucitado, Corona Gramínea, Senador o Que van a dar a la mar. 
Es la luz la que determina no sólo las sombras, lo que es una obviedad, sino los colores, los volúmenes, las perspectivas, las sutiles diferencias en las texturas. Y también uno percibe el aprendizaje y estudio detallado y esforzado de los Impresionistas en retratos como Nereida o Rey David que adquieren toda su potencia en cierta distancia, esa que provoca al ojo la ilusión de estar ante algo compacto, casi sólido…
Una cosa está escrita en el prólogo sobre la que me gustaría también reflexionar, y que ya había citado Rodrigo en su espléndida crítica de El Adelantado de Segovia: la presencia de lo abstracto en estas pinturas.
Transcribo nuevamente sus palabras al respecto: “(…) Si el cuadro necesita una mancha abstracta, se pone; y si hay que construir volumétricamente un elemento de la realidad, éste se coloca. El sentido y la coherencia van viniendo a ti como por arte de magia. Y la dualidad abstracción—figuración empieza a carecer de sentido como algo irreconciliable”. Es decir, y según mi interpretación: no tiene sentido hablar de clásico o moderno, antiguo o contemporáneo. Se usa lo que sea menester en cada situación, según convenga… De momento lo que le interesa como parte de realismo es el rostro, el resto (fondo, vestuario, etcétera) son mero color abstracto, con una ligera forma que ayuda a explicarnos que estamos ante una túnica, una estola, una armadura, una coraza o un laúd… Es decir el 'realismo' se usa para adentrarse en lo que menos ha cambiado del ser humano; lo 'abstracto' para aquello que es mudable.  Quizá como tengo escrito en Pavesas y cenizas él mismo se pueda aplicar este texto con el que Gerardo Digo se define: “Yo no soy responsable de que me atraigan simultáneamente el campo y la ciudad, la tradición y el futuro; de que me encante el arte nuevo y me extasíe el antiguo; de que me vuelva loco la retórica hecha y me torne más loco el capricho de volver a hacérmela -nueva- para mi uso particular e intransferible (...)[2]
Y esto puede darme una pista de por dónde pueden ir los poemas del libro. Tengo que ser libérrimo, no centrarme en una sola forma. Donde tenga que escribir en versos más clásicos no me tiene que temblar el pulso, pero tampoco debo dudar si la composición me pide un tipo de poesía más moderna y audaz…

Y llegados a este punto, se me ocurre que no he hecho la pregunta más trascendental de todas las preguntas. ¿Por qué este libro?
Tiene que haber algo que haya hecho posible que brotara esa idea como una semillita en mi interior. Y la respuesta no es complicada a poco que se piense. De hecho está dada ya en alguna medida en todas estas páginas. Se trata de seres humanos, se trata de hablar del ser humano, y no hay nada más querido para mí que esto. El ser humano apareciendo en los poros de cada verso. Ese es el reto, ese es el horizonte: partir de rostros humanos para indagar en el rostro del hombre.
Esta es la clave, la piedra angular sobre la que debe pivotar el libro. Quizá sea demasiado ambicioso, pero sólo quien tiene estas ambiciones puede encontrar alguna consolación en el trabajo.
Ahí tengo la tarea, me parece, ahí debo de exprimirme, ahí debo localizar el sendero por el que transcurra el libro, este libro.




[1] Introducción del catálogo correspondiente a la exposición de Mariano Carabias titulada Tocar el humo, que se desarrolló en la sede del Colegio Oficial de Arquitectos de Segovia durante el mes de septiembre y primeros días de octubre de 2010.
[2] Gerardo Diego (Recogido por Luis García Montero en el prólogo a la selección de poemas de este autor editada por El País en su colección de POESÍA)

1 comentario:

  1. Preciosa lectura esta, la de dos grandes artistas. Mi felicitación y Admiración.

    A kiss.

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